Claves ético-teológicas para una pastoral contemporánea.
Segunda parte: Promover la búsqueda de la santidad

Enfrentemos esta realidad: Muchas veces, por miedo de parecer demasiado conservadores, tendemos a omitir la exhortación a la búsqueda de la santidad que, en gran medida, exige el abandono de los pecados. Pero no desde el miedo –por el temor al infierno como destino–, sino desde el amor, para hacer prevalecer nuestra unión con Dios.
Tenemos certeza de que la finalidad de nuestra tarea pastoral es lograr que más teófilos alcancen la plenitud para la cual han sido creados, que no es más que el encuentro definitivo con su creador. Bien lo expresa San Agustín en sus Confesiones (I, 1): “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, y este encuentro –la bienaventuranza plena– se traduce inexorablemente en una vida abundante, que es, esencialmente, el propósito de la venida de Jesús (Jn 10, 10).
Pero la vivencia de esta comunión con Dios se ve impedida por la pérdida de la gracia por medio del pecado. De hecho, el pecado es una contradicción ontológica del mismo Teófilo (quien ama a Dios) en tanto a que es una separación voluntaria al amor de Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica señala que el pecado (mortal) aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior (n. 1855), pero no sólo afecta negativamente su relación con Dios, sino también con los demás, e incluso, perjudica sus propias facultades:
El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como un “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna”. .
No obstante, esta exhortación al abandono del pecado (personal y social) para vivir en gracia y por tanto una vida de santidad, debe ejecutarse–otra vez– a la usanza de Jesús, nuestro mejor modelo para llamar a la conversión a través de una actitud misericordiosa. En Misericordiae Vultus, el Papa Francisco nos recuerda que en las parábolas dedicadas a la misericordia Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un padre que no se da por vencido hasta no disolver el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia, y que cuando esto sucede se muestra lleno de alegría. (no. 9). En el evangelio de Juan, capítulo 8, hay un pasaje en que Jesús se encuentra con una mujer adúltera que está siendo juzgada sin piedad por su pecado. Jesús, acercándose con misericordia, arremete contra quienes la juzgan y a ella le exhorta precisamente a no pecar más (Jn 8, 11).
En ese mismo tenor, nos encontramos con las compasivas palabras de apóstol San Juan en su primera carta: “Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2, 1-2).
¿Es posible, siendo humanos, vencer las tentaciones? La respuesta es sí. De hecho, San Pablo, en su primera carta a los Corintios, sostiene: “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito”. (I Co 10, 13).
Pero, ante todo, más que enfatizar en el rechazo de pecado –que ya es relevante–, nuestro hincapié en nuestra actitud ética para con Teófilo ha de ser siempre una invitación gozosa a vivir una vida virtuosa que nos conduzca a la santidad, como la han alcanzado ya tantos que hoy constituyen nuestra Iglesia triunfante. Así que más que enfatizar en nuestras debilidades humanas, nuestro hincapié ha de prevalecer en la fortaleza que hemos recibido como don a través del Espíritu Santo.
El pasado 13 de marzo de 2024, el Papa Francisco compartió su catequesis número 11 sobre el actuar virtuoso en el que señalaba:
[…] El ejercicio de la virtud es fruto de una larga germinación que requiere esfuerzo e incluso sufrimiento. […] La persona virtuosa no se desnaturaliza desformándose, sino que es fiel a su vocación, realiza plenamente su ser. Nos equivocaríamos si pensáramos que los santos son excepciones de la humanidad: una suerte de estrecho círculo de campeones que viven más allá de los límites de nuestra especie. Los santos, en esta perspectiva que acabamos de introducir sobre las virtudes, son, en cambio, aquellos que llegan a ser plenamente ellos mismos, que realizan la vocación propia de todo ser humano. ¡Qué feliz sería el mundo si la justicia, el respeto, la benevolencia mutua, la amplitud del corazón y la esperanza fueran la normalidad compartida, y no una rara anomalía!
A nuestros teófilos habrá que inculcar, además, el deseo de alcanzar la santidad dentro de una comunidad. El mismo Papa Francisco ya en la exhortación apostólica Gaudete et exsultate nos animaba a procurar y a vivir la experiencia de santidad en comunidad, puesto que “no existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo, por lo que nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones que se establecen en la comunidad humana” (GE 6).