Claves ético-teológicas para una pastoral contemporánea 1 . (Cuarta y última parte)
Dar a cada uno un lugar en la mesa: comunión, participación y servicio

Durante Pascua, con frecuencia el obispo estadounidense Robert Barron, fundador de la organización católica ministerial Word on fire, suele referirse al poder de la comunidad en el fortalecimiento de nuestra propia fe. Para ello, el obispo Barron toma como referencia bíblica el pasaje pascual de Juan 20 en el que Jesús resucitado se aparece a sus apóstoles, hecho que a Tomás, por estar ausente del refugio comunitario, le cuesta creer.
En los apartados anteriores, he ampliado sobre el acompañamiento a Teófilo, sobre nuestra deber ético-teológico de reconocerlo como ente dotado de una dignidad infinita que proviene de Su creador; de la necesidad de contagiarlo con el llamado a la santidad y de la riqueza de acoger su cultura. Ahora falta integrarlo dentro del seno de una comunidad, a fin de que en este encuentre su pleno desarrollo humano y alcance su mayor potencial. Porque efectivamente, todo esto acontece siendo uno dentro de la diversidad, a ejemplo de Dios mismo, que es uno y trino. En Jn 17, 21-23, Jesús mismo manifiesta este anhelo de unidad: “como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. Otra vez, siguiendo la reflexión del obispo Barron, la unidad, en koinonía, se presenta como un requisito indispensable para el desarrollo de la propia fe que hemos recibido como don divino.
En este momento en que la Iglesia reflexiona en la sinodalidad como rasgo constitutivo de sí misma, conviene recordar que, en este camino de santidad para vivir la vida plena, es necesario sabernos compañeros de camino, y así, como los discípulos de Emaús, no sólo reconocer al Dios vivo a través las Escrituras (Lc 24, 13-35), sino también saber celebrar la fe mientras se comparte y se reparte el pan dentro de la comunidad en la que nos ha tocado coexistir.
Quiero situar a Teófilo en la mesa, pero no sólo para compartir el pan, como he manifestado arriba, sino también para que encuentre en ella un espacio de diálogo, en donde sienta la libertad de emitir su opinión de manera audible, y que su voz sea escuchada y tomada en cuenta. Que pueda entrar una dinámica de diálogo en donde él no es objeto de la tarea evangelizadora de la Iglesia, sino sujeto de la propia construcción de su itinerario de fe y de su crecimiento en la misma comunidad en que libremente se ha situado. A propósito de esto, el documento La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia, de la Comisión teológica internacional expresa:
Una Iglesia sinodal es una Iglesia participativa y corresponsable. En el ejercicio de la sinodalidad, está llamada a articular la participación de todos, según la vocación de cada uno […]. La participación se funda sobre el hecho de que todos los fieles están habilitados y son llamados para que cada uno ponga al servicio de los demás los respectivos dones recibidos del Espíritu Santo. (n. 67).
Tal como lo expresa esa cita, esta koinonía de la que hemos hablado promueve la participación de todos desde su diversidad de dones a fin de que se transformen en diaconía, es decir en servicio. Hace tiempo escuché decir que “a Jesucristo misericordioso es imposible conocerle y no amarle; amarle y no seguirle; seguirle y no servirle”. De modo, que como en el juicio basado en el amor que nos presenta Mateo en su capítulo 25, Teófilo podrá manifestar su amor a Dios en la medida que sepa amar y servirle a través de los hermanos, aquellos que puede ver y tocar (1 Jn 4, 20) a través de manifestaciones concretas de solidaridad. Porque amar y ser indiferente son verbos antagónicos.
Si tuviera que englobar estas claves éticas y teológicas para una pastoral contemporánea en una frase, la sintetizaría con las palabras contemplación, respeto y validación al ser humano, porque haciéndolo lo reconocemos: nos hacemos conscientes de que se trata de una hechura de las manos de Dios; que siente, que ama, que tiene sed de trascendencia y de felicidad; que tiene una historia y que está dotada de dones y talentos para construir.